El pasado 11 de enero de 2018 se publicó la sentencia del Tribunal Constitucional por la que se declaraba inconstitucional el artículo 76 e) de la Ley del Contrato de Seguro (LCS). El precepto en cuestión regula el seguro de defensa jurídica, aquel por el que el asegurador se obliga a hacerse cargo de los gastos en que pueda incurrir el asegurado como consecuencia de su intervención en un procedimiento judicial (o arbitral), y, en concreto, el párrafo anulado consagraba el derecho del asegurado a someter a arbitraje cualquier diferencia que pueda surgir entre él y el asegurador sobre el contrato de seguro. Este párrafo fue introducido con motivo de la necesaria adaptación del nuestro ordenamiento jurídico a la Directiva 88/357/CEE, sobre libertad de servicios en seguros distintos al de vida, y de actualización de la legislación de seguros privados lo que se llevó a cabo por medio de la Ley 21/1990 de 19 de diciembre. 

Las razones que arguye el Tribunal Constitucional en la toma de su decisión, realmente sólidas, orbitan en torno al hecho de que el legislador español, al trasponer la Directiva 87/344/CE dispuso, en el precepto ahora declarado nulo, una sumisión a arbitraje de los conflictos surgidos entre asegurador y asegurado en el seguro de defensa jurídica siempre que tal fuera la voluntad expresada por el asegurado, lo que implicaría que si este ejercita su derecho a someter un asunto arbitraje de forma unilateral, el asegurador habrá de someterse al mismo incluso en contra de su voluntad, sin que pueda hacer nada para evitarlo.

Es precisamente esta «unilateralidad» la que se entiende vulneradora de los artículos 24.1 en relación con el artículo 117.3. de la Constitución. Ciertamente la aplicación de la norma en cuestión implicaría necesariamente que una de las partes hubiera de acudir al arbitraje en contra de su voluntad, por cuanto, obviamente, ve vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva que le garantiza el artículo 24 de la Constitución, pues impide su acceso a la jurisdicción de los Juzgados y Tribunales de Justicia, que son los que, ante la falta de voluntad concurrente de las partes en conflicto, tienen constitucionalmente encomendada la función de «juzgar y hacer ejecutar lo juzgado» tal y como manda el artículo 117 de la Constitución, que de esta forma quedará igualmente vulnerado.

Se podría pensar a priori, que esta decisión del Tribunal Constitucional supone un ataque frontal, y menoscaba, la propia institución del Arbitraje, y que rompe la tendencia que en los últimos tiempos se ha decantado por fomentar los que han sido llamados Métodos Alternativos de Resolución de Conflictos (AMDR, por sus siglas en inglés) entre los que se incluye tanto el Arbitraje como la Mediación, abanderando la finalidad de conseguir, sobre todo, la descongestión de los juzgados, y quizá en cierta medida, en proveer una mayor calidad en el abordaje o resolución de los conflictos.

Nada más lejos de la realidad si consideramos que el eje central de estas instituciones de resolución extrajudicial de controversias, radica justamente, en el hecho de que el acceso a las mismas sea voluntario para las partes.

En el caso del Arbitraje, la propia ley que lo regula (Ley 60/2003, de 23 de diciembre) predispone la existencia de un convenio arbitral previo, que ha de estar suscrito por ambas partes, y que según se establece en el artículo 9 de dicha norma «deberá expresar la voluntad de las partes de someter a arbitraje todas o algunas de las controversias que hayan surgido o puedan surgir respecto de una determinada relación jurídica, contractual o no contractual «. Así las cosas, queda patente que el art. 76 e), hoy inconstitucional, en cuanto permitía la preeminencia de la voluntad del asegurado a la hora de acudir al arbitraje, se oponía a la propia regulación legal de dicha institución. En otras palabras, la sentencia del Tribunal Constitucional, lejos de menoscabar a la institución, la defiende en su esencia.

En lo referente a la Mediación, en la que los protagonistas y artífices del acuerdo que eventualmente se consiga son las propias partes, esa misma «voluntariedad» se encuentra asida al propio concepto legal de la institución, así, la propia Ley 5/2012, de 6 de julio de mediación en asuntos civiles y mercantiles, la define en su art. 1 como «aquel medio de solución de controversias, cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador», y en su art. 6 eleva este carácter voluntario a la categoría de principio informador de la misma. Ello resulta lógico, por otra parte, teniendo en cuenta que mal se puede concebir que nadie pueda alcanzar algún acuerdo de mediación si ni siquiera desea usar de este método de resolución de disputas, o dicho de otro modo; el hecho de que las partes acudan voluntariamente a una mediación da por sentado que desean al menos intentar llegar un acuerdo y, justamente por el contrario, si una de ellas acude por obligación y no porque realmente lo desee, sin duda será porque no tiene la intención de obtener un acuerdo o es que ha ya se ha decantado por acudir a la vía jurisdiccional para salvaguardar sus intereses usando del derecho a la tutela judicial efectiva que la Constitución le garantiza.

Así pues, no cabe la menor duda de que la inconstitucionalidad ahora declarada del art. 76 e) de la LCS y que a tenor de la sentencia que comentamos el Tribunal Constitucional sustenta en entender vulnerado el derecho constitucional a la tutela judicial efectiva por tolerar que una de las partes en conflicto pueda acudir contra su voluntad a un procedimiento extrajudicial, constituye un antecedente muy a tener en cuenta en un escenario como el actual en el que lo políticamente correcto es fomentar el uso de estos métodos alternativos de resolución de disputas, y sobre todo de la Mediación en particular, que a raíz de la publicación de su ley reguladora a nivel estatal ha desencadenado una serie de reformas legislativas de índole procesal que transcurren muy próximas a la línea roja que se dibuja en el debido respeto al derecho a la tutela judicial efectiva que consagra el artículo 24 de la Constitución.

Ejemplos de ello son las reiteradas referencias a la posibilidad de suspensión del procedimiento judicial instado (habría que añadir que se trata del procedimiento “libremente elegido” por quien lo inicia como cauce para resolver su controversia) para someterse a Mediación, ora en la Audiencia Previa (art. 414 LEC) en la que se permite al Juez “invitar a las partes a que intenten un acuerdo que ponga fin al proceso, en su caso a través de un procedimiento de mediación, instándolas a que asistan a una sesión informativa ”; después, en la citación para la vista (art. 440 LEC); o incluso en el propio acto de la vista (art. 443); con una mención especial a la regulación que se da en el seno de ciertos procedimientos especiales como el de medidas relativas al retorno y restitución de menores en supuestos de sustracción internacional, en el que, no sin ciertas dosis de extravagancia, se llega a establecer (art. 778 quinquies.12º LEC) que “… el Juez podrá en cualquier momento, de oficio o a petición de cualquiera de las partes, proponer una solución de mediación si, atendiendo a las circunstancias concurrentes, estima posible que lleguen a un acuerdo,…”, un fin loable, sin duda, pero que no puede llevarse a cabo sin interferir en la voluntad de quien o quienes hayan elegido el procedimiento judicial para poner fin a su conflicto.

En fin, en este post no se pretende postular por la inconstitucionalidad de todos estos preceptos, ni mucho menos, pero sí señalar que existe un límite en los arts. 24.1 y 117 de la Constitución, límite que el Tribunal Constitucional acaba de dibujar con precisión en esta reciente sentencia, y llamar la atención de que en materia de mediación, al menos, el legislador transita peligrosamente cerca de dicho límite. Aviso a navegantes, pues.